La mirada eurocentrica
Por José Pablo Feinmann
Los países de América latina han vivido sin dejar de sentir jamás la mirada del Otro, del más fuerte y hasta a veces, sin más, del Amo, en cualquiera de las formas en que este poder –el que constituye a un país en dominador de otro– se exprese. Hoy, y pareciera que con tanta o más fuerza que nunca, los republicanos y civilizados del Continente se preocupan al ver que varios países no hacen las cosas como deben ser hechas. ¿Qué significa esta expresión? ¿Qué significa decir “como deben ser hechas”? ¿Cómo deben ser hechas las cosas? Las oligarquías, los sectores dirigentes de América Latina, siempre tuvieron una visión lineal de la historia. La historia como tren. El tren de la historia. O nuestros países se subían a él o vegetaban fuera de ese tren, que era nada menos que el del devenir. Es decir, se convertían en países no históricos. O países sin historia. Si un europeo como Martin Heidegger pudo decir, en 1934, en un curso de Lógica, “los negros no tienen historia”, lo dijo por ese motivo: el Espíritu no anidaba en Africa. En Africa la historia no tenía lugar; todo lo que allí ocurría era naturaleza. De aquí que los dirigentes de nuestros países americanos se obstinen en verse presentables ante la mirada del Otro. El Otro es el Imperio de turno. Su marcha es la marcha del tren de la historia. Durante largas décadas todo se hizo en la Argentina para lograr la confianza británica, y hasta europea. Luego –hoy, por ejemplo– la mirada de Estados Unidos. Relaciones carnales, relaciones cheek to cheek, el Otro nos mira. Hay que alinearse. El alineamiento con Estados Unidos es central en la política del poder real en la Argentina de hoy. De aquí la furia y hasta las burlas sobre el Mercosur y la ponderación del ALCA como ese lugar en que el país debe estar.
Es con el gobierno que surge en 1955 que nuestro país entra en el FMI, en un discurso que ofrece el ministro de Hacienda Eugenio Blanco. Este giro de la órbita británica a la órbita norteamericana relegó a Europa a un segundo lugar, lo cual era razonable pues Europa estaba malherida por la guerra. Pero antes América Latina estuvo atada al “tren de la historia” que Europa encarnaba. Europa, de este modo, miró a América Latina, y la miró como sólo Europa, llena de orgullo, de siglos de cultura, podía hacerlo: desde su punto de vista. Este punto de vista fue tan cerrado, fue tan colonialista en su desdén, que generó una ideología, a esa ideología se le llamó eurocentrismo. Quien la expresó impecablemente fue el filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel, en sus clases sobre la filosofía de la historia universal.
La palabra de Hegel es la palabra de la Europa consciente de sí. Es la palabra en su más alta formulación. La palabra de toda una cultura que parte de los griegos y encuentra, como palabra de la razón, su cumbre en la filosofía de Hegel, en el Estado prusiano de Federico Guillermo III y en la Universidad de Berlín, en la que Hegel imparte sus clases. Sólo entendiendo el lugar desde el que las expresiones olímpicas de Hegel se pronuncian entenderemos la importancia de las mismas. La historia humana, para Hegel, es el desarrollo de un Espíritu absoluto que en su desarrollo va tomando conciencia de sí mismo. El lugar definitivo de esta conciencia es la filosofía de Hegel: en ella la humanidad toma conciencia de sí.
De aquí la solemnidad pero también la ironía del maestro. El que habla desde las cumbres se lo puede permitir todo. Por ejemplo: otro, que no era Hegel, pero hablaba de la cumbre del más alto poder económico y bélico de la historia era Henry Kissinger. Este salto de Hegel a Kissinger quizá nos haya disminuido en el personaje que mira desdeñosamente a los pueblos de América: vale más Hegel que Kissinger. Pero Kissinger es, sin duda, más peligroso, más mortal. En 1969, en Viña del Mar, el canciller chileno Gabriel Valdés expuso los intereses de los países de América Latina. Estaba ahí Henry Kissinger, quien le dijo: “Usted acaba de pronunciar un discurso raro. Viene a hablar aquí de América Latina cuando eso no es importante. Nada importante podría venir del Sur. La historia jamás ha tenido lugar en el Sur (...) Lo que suceda en el Sur no es importante” (Arturo Chavola, La imagen de América Latina en el marxismo, Editorial Prometeo, Buenos Aires, 2005, p. 82). Esta frase de Kissinger (todos sabemos quién es Kissinger: es el Secretario de Defensa norteamericano que autorizó la matanza en Argentina pidiendo, solamente, que fuera “antes de Navidad”; es un criminal de guerra que tiene el Premio Nobel de la Paz y aún suele publicar sus notas en diarios de nuestro país, así es la historia), esta frase de Kissinger, decía, trascendió no literalmente, sino que tuvo una notable síntesis dada, sin duda, por quienes la escucharon y fueron trasmitiéndola por medio de sucesivas síntesis. Por fin, se redujo a decir lo siguiente: “América Latina puede hundirse en el mar que nada nuevo ni importante pasaría en el mundo”.
Ya que estamos con el mar volvamos a Hegel. Ahí, desde su trono olímpico en la Universidad de Berlín, la más grande cabeza de la humanidad europea habrá de decir que no le niega al Nuevo Mundo haber salido de las aguas al mismo tiempo que el Viejo. “Sin embargo, el mar de las islas que se extiende entre América del Sur y Asia, revela cierta inmaturidad [se lució aquí José Gaos, inefable traductor de Hegel y Heidegger] por lo que toca también a su origen” (Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Alianza, Madrid, 1995, p. 170). En suma, nos concede haber salido “de las aguas al tiempo de la creación” pero, de inmediato, señala la inmadurez de los territorios de por aquí nomás, donde todavía estamos nosotros: “La mayor parte de las islas se asientan sobre corales y están hechas de modo que más bien parecen cubrimiento de rocas surgidas recientemente de las profundidades marinas y ostentan el carácter de algo surgido hace poco tiempo” (Ibid., p. 170).
Luego da Hegel su más sólida versión eurocéntrica. Esta versión se basa en que Europa, al expandirse, entrega a la historia los territorios que conquista, los cuales, claro, vivían fuera de ella antes de este acontecimiento fundante. La “conquista” de América “señaló la ruina de su cultura, de la cual conservamos noticias; pero se reducen a hacernos saber que se trataba de una cultura natural, que había de perecer tan pronto el espíritu se acercara a ella” (Ibid., p. 171). América por un lado: cultura natural, no espiritual; por tanto: cultura ajena a la historia y ajena, también, a la condición humana, cuyo más alto escalón, y el único que la justifica, es el espíritu. Por otro lado, Europa: que es el espíritu y cuyo acercamiento lleva a morir a las culturas nacionales; tal la potencia histórica del espíritu. “América (sigue Hegel) se ha revelado siempre y sigue revelándose impotente en lo físico como en lo espiritual. Los indígenas, desde el desembarco de los europeos, han ido pereciendo al soplo de la actividad europea” (Ibid., p. 171). Que nadie crea que estas frases son un desliz de Hegel o que nadie sonría como si estuviéramos en presencia de la faz “cavernícola” de un gran pensador. Esto es, sin más, lo que Europa pensaba de América en el primer tercio del siglo XIX. Hegel es, incluso, su portavoz más inteligente. Mejora las ya formuladas tesis de otros expertos en culturas “atrasadas” como Buffon, De Paw y hasta el mismísimo Herder. Nada distinto habrían de decir Auguste Comte o científicos posteriores que, basándose en las teorías evolucionistas y la clasificación de las especies desarrolladas por Linée, Cuvier y Darwin, demostrarían la supremacía europea sobre los territorios nuevos. En 1859 (veinticinco años después de las catilinarias de Hegel) habrá de fundarse –en París– la Sociedad de Antropología “y su fundador, Paul Broca, afirmaría que ningún pueblo de raza no blanca ha podido ‘erigirse espontáneamente en civilización’” (Chavolla, Ibid., p. 81).
No hay que dejar de señalar el poder que tiene meramente “el soplo de la actividad” europea. Este “soplo” habría exterminado a siete millones de habitantes del nuevo continente. “Han sido (escribe, en efecto, Hegel) exterminados unos siete millones de hombres” (Ibid., p. 171). De donde es posible deducir que pocas cosas han sido más mortales para los territorios de la periferia del centro del mundo que recibir el espíritu y su soplo. La cifra de siete millones que da Hegel revela su desconocimiento y, acaso, su mala fe. El genocidio americano (que ha tenido poca o mala prensa) llevó sus cifras a cuarenta millones o más o menos; en la incertidumbre de las cifras reside el rostro más atroz del genocidio.
Segunda parte (de no necesaria lectura) de esta nota: Algunos dirán por qué en una semana tan agitada del país uno se consagra a desarrollar la visión eurocéntrica sobre América. Bien, conjeturo que si Hegel, por algún milagro del traslado histórico, eso que suele llamarse máquina del tiempo, hubiese visto durante la semana que acaba de transcurrir las manifestaciones de Blumberg y D’Elía confirmaría todas sus tesis sobre estos territorios. Habría visto, por televisión, uno que otro testimonio de adherentes de Blumberg: “El problema de la inseguridad sólo lo arreglan los militares”, decían muchos. Y testimonios de los adherentes de D’Elía: “Y sí, yo vine porque me trajeron. Es muy divertido todo esto”. Habría visto, en la marcha de Blumberg, a los héroes del “soplo argentino”: viejos militares de la dictadura, unidos a sus viejos y a sus actuales socios económicos. Habría visto a ensayistas extraviados, y a propietarios de diarios del sur de la provincia de Buenos Aires que son lo peor de lo peor de la ya pésima derecha argentina. Habría visto, en la marcha de D’Elía, lo peor de la izquierda. ¿Nadie pudo frenar esa marcha? ¿No advirtió el Gobierno que Blumberg se quemaba solo, porque sólo los cavernícolas de este país y los mendicantes de votos habrían de seguirlo? En fin, afortunadamente América Latina y, todavía, nuestro país están más cerca de Pérez Esquivel que de ese paisaje de tristeza que marchó en turbio cambalache por las calles porteñas. Como sea, tratemos de no parecernos tanto a la pintura que Hegel hiciera de nosotros. Porque si él (y ellos: los que son como Kissinger) tienen razón, entonces sí: nos hundiremos en el mar.
Domingo, 3 de Septiembre de 2006 Pagina/12
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Ciencias sociales:
saberes coloniales y eurocéntricos
Edgardo Lander
II. La naturalización de la sociedad liberal y el origen histórico
de las ciencias sociales
El proceso que culminó con la consolidación de las relaciones de producción capitalistas y modo de vida liberal, hasta que éstas adquirieron el carácter de las formas naturales de la vida social, tuvo simultáneamente una dimensión colonial/ imperial de conquista y/o sometimiento de otro continentes y territorios por parte de las potencias europeas, y una encarnizada lucha civilizatoria interna al territorio europeo en la cual finalmente terminó por imponerse la hegemonía del proyecto liberal. Para las generaciones de campesinos y trabajadores que durante los 20
43. G.W.F. Hegel, Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften, Werke, vol. VI, p.442. Citado por Antonello
Gerbi, La disputa del nuevo mundo. Historia de una polémica, Fondo de Cultura Económica, México 1993 (1955),
p. 535.
44. G.W.F. Hegel, Lectures on the Philosophy of History, Cambridge University Press, Cambridge, 1975, p. 172 y
190-191. Citado por Fernando Coronil, “Beyond Occidentalism...” op. cit., p. 58.
45. Antonello Gerbi, op. cit., pp. 527 y 537.
46. Op. cit., p. 537.
47. Op. cit., p. 542.
48. Op. cit., p. 545.
49. Op. cit., p. 537.
50. G.W.F. Hegel, Phiosophie der Geschite, ed. Lasson, vol I, pp. 189-191. Citado por Antonello Gerbi, op. cit., p.
538.
51. Antonello Gerbi, op. cit., pp. 545 y 548.
siglos XVIII y XIX vivieron en carne propia las extraordinarias y traumáticas transformaciones: expulsión de la tierra y del acceso a los recursos naturales; la ruptura con las formas anteriores de vida y de sustento -condición necesaria para la creación de la fuerza de trabajo “libre”-, y la imposición de la disciplina del trabajo fabril, este proceso fue todo menos natural. La gente no entró a la fábrica alegremente y por su propia voluntad. Un régimen de disciplina y de normatización cabal fue necesario. Además de la expulsión de los campesinos y los siervos de la tierra y la creación de la clase proletaria, la economía moderna requería una profunda transformación de los cuerpos, los individuos y de las formas sociales. Como producto de este régimen de normalización se creó el hombre económico52.
En diversas partes de Europa, y con particular intensidad en el Reino Unido, el avance de este modelo de organización no sólo del trabajo y del acceso a los recursos, sino del conjunto de la vida, fue ampliamente resistido tanto en las ciudades como en el campo. Detengámosnos en la caracterización de esa resistencia, de este conflicto cultural o civilizatorio, que formula el historiador inglés E.P. Thompson, lúcido estudioso de la sensibilidad popular de ese período:
Mi tesis es que la conciencia de la costumbre y los usos de la costumbre, eran especialmente robustos en el siglo dieciocho: de hecho algunas de las ‘costumbres’ eran de invención reciente y eran en realidad reclamos de nuevos ‘derechos’. ... la presión para ‘reformar ’ fue resistida obstinadamente y en el siglo dieciocho se abrió una distancia profunda, una alienación profunda entre la cultura de patricios y plebeyos53.
Esta es entonces una cultura conservadora en sus formas que apela a, y busca reforzar los usos tradicionales. Son formas no-racionales; no apelan a ninguna ‘razón’a través del folleto, sermón o plataforma; imponen las sanciones del ridículo, la vergüenza y las intimidaciones. Pero el contenido y sentido de esta cultura no pueden describirse tan fácilmente como conservadores. En la realidad social el trabajo está volviéndose, década tras década, más ‘libre’de los tradicionales controles señoriales, parroquiales, corporativos y paternales, y más distanciado de la dependencia clientelar directa del señorío5 4.
De ahí una paradoja característica del siglo: encontramos una cultura tradicional re b e l d e. La cultura conservadora de los plebeyos, tan a menudo como no, resiste, en el nombre de la costumbre, esas racionalizaciones económicas e innovaciones (como el cerramiento de las tierras comunes, la disciplina laboral, y los mercados ‘libres’no regulados de granos) que gobernantes, comerciantes,
Ciencias sociales: saberes coloniales y eurocéntricos
52. Arturo Escobar, op. cit., p.60.
53. Customs in Common (Studies in Traditional Popular Culture), The New Press, Nueva York, 1993, p. 1.
54. Op. cit. p. 9.
Edgardo Lander
o patronos buscan imponer. La innovación es más evidente en la cima de la sociedad que debajo, pero como esta innovación no es un proceso tecnológico/ sociológico neutral y sin normas (‘modernización’, ‘racionalización’) sino la innovación del proceso capitalista, es a menudo experimentado por los plebeyos en la forma de explotación, o la apropiación de sus derechos de uso tradicionales, o la ruptura violenta de modelos valorados de trabajo y ocio...
Por lo tanto, la cultura plebeya es rebelde, pero rebelde en la defensa de las costumbres. Las costumbres defendidas son las de la propia gente, y algunas de ellas están, de hecho, basadas en recientes aserciones en la práctica5 5.
Las ciencias sociales tienen como piso la derrota de esa resistencia, tienen como sustrato las nuevas condiciones que se crean cuando el modelo liberal de organización de la propiedad, del trabajo y del tiempo dejan de aparecer como una modalidad civilizatoria en pugna con otra(s) que conservan su vigor, y adquiere hegemonía como la única forma de vida posible56. A partir de este momento, las luchas sociales ya no tienen como eje al modelo civilizatorio liberal y la resistencia a su imposición, sino que pasan a definirse al interior de la sociedad liberal57.
Estas son las condiciones históricas de la naturalización de la sociedad liberal de mercado. La “superioridad evidente” de ese modelo de organización social -y de sus países, cultura, historia, y raza- queda demostrada tanto por la conquista y sometimiento de los demás pueblos del mundo, como por la “superación” histórica de las formas anteriores de organización social, una vez que se ha logrado imponer en Europa la plena hegemonía de la organización liberal de la vida sobre las múltiples formas de resistencia con las cuales se enfrentó.
Es éste el contexto histórico-cultural del imaginario que impregna el ambiente intelectual en el cual se da la constitución de las disciplinas de las ciencias sociales.
Esta es la cosmovisión que aporta los presupuestos fundantes a todo el edificio de los saberes sociales modernos. Esta cosmovisión tiene como eje articulador central la idea de modernidad, noción que captura complejamente cuatro dimensiones
básicas:
1) la visión universal de la historia asociada a la idea del progreso (a partir de la cual se construye la clasificación y jerarquización de todos los pueblos y continentes, y experiencias históricas);
2) la “naturalización” tanto de las relaciones sociales como de la “naturaleza humana” de la sociedad liberalcapitalista;
3) la naturalización u ontologización de las múltiples separaciones propias de esa sociedad; y
4) la necesaria superioridad de los saberes que produce esa sociedad (‘ciencia’) sobre todo otro saber.
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55. Op. cit., pp. 9-10.
56. Para un análisis extraordinariamente rico de este proceso, ver el texto de E. P. Thompson, ya citado.
57. Es el paso, por ejemplo, de la resistencia al maquinismo y a la disciplina laboral, a la lucha por el derecho a la
sindicalización y por la limitación de la jornada de trabajo. “Mientras el capitalismo (o el ‘mercado’) rehicieron la
naturaleza humana y la necesidad humana, la economía política y su antagonista revolucionario asumieron que este
hombre económico era para siempre. ” E. P. Thompson, op. cit., p. 15.
Tal como lo caracterizan Immanuel Wallerstein y el equipo que trabajó con él en el Informe Gulbenkian5 8, las ciencias sociales se constituyen como tales en un contexto espacial y temporal específico: en cinco países liberales industriales (Inglaterra, Francia, Alemania, las Italias y los Estados Unidos) en la segunda mitad del siglo pasado. En el cuerpo disciplinario básico de las ciencias sociales -al interior de las cuales continuamos hoy habitando- se establece en primer lugar, una separación entre pasado y presente: la disciplina h i s t o r i a estudia el pasado, mientras se definen otras especialidades que corresponden al estudio del presente. Para el estudio de éste se acotan, se delimitan, ámbitos diferenciados correspondientes a lo s o c i a l, lo p o l í t i c o y lo e c o n ó m i c o, concebidos propiamente como regiones ontoló -
g i c a s de la realidad histórico-social. A cada uno de estos ámbitos separados de la
realidad histórico-social corresponde una disciplina de las ciencias sociales, con su objeto de estudios, sus métodos, sus tradiciones intelectuales, sus departamentos universitarios: la sociología, la ciencia política y la economía. La antropología y los estudios clásicos se definen como los campos para el estudio de los o t ro s.
De la constitución histórica de las disciplinas científicas que se produce en la academia occidental, interesa destacar dos asuntos que resultan fundantes y esenciales.
En primer lugar, está el supuesto de la existencia de un metarrelato universal que lleva a todas las culturas y a los pueblos desde lo primitivo, lo tradicional, a lo moderno. La sociedad industrial liberal es la expresión más avanzada de ese proceso histórico, es por ello el modelo que define a la sociedad moderna. La sociedad liberal, como norma universal, señala el único futuro posible de todas las otras culturas o pueblos. Aquéllos que no logren incorporarse a esa marcha inexorable de la historia, están destinados a desaparecer. En segundo lugar, y precisamente por el carácter universal de la experiencia histórica europea, las formas del conocimiento desarrolladas para la comprensión de esa sociedad se convierten en las únicas formas válidas, objetivas, universales del conocimiento. Las categorías, conceptos y perspectivas (economía, Estado, sociedad civil, mercado, clases, etc.) se convierten así no sólo en categorías universales para el análisis de cualquier realidad, sino igualmente en proposiciones normativas que definen el deber ser para todos los pueblos del planeta. Estos saberes se convierten así en los patrones a partir de los cuales se pueden analizar y detectar las carencias, los atrasos, los frenos e impactos perversos que se dan como producto de lo primitivo o lo tradicional en todas las otras sociedades.
Esta es una construcción eurocéntrica, que piensa y organiza a la totalidad del tiempo y del espacio, a toda la humanidad, a partir de su propia experiencia, colocando su especificidad histórico-cultural como patrón de referencia superior y universal. Pero es más que eso. Este metarrelato de la modernidad es un dispositivo de conocimiento colonial e imperial en que se articula esa totalidad de pueblos, tiempo y espacio como parte de la organización colonial/imperial del mun-
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Ciencias sociales: saberes coloniales y eurocéntricos
58. Immanuel Wallerstein, op. cit.
Edgardo Lander
do. Una forma de organización y de ser de la sociedad, se transforma mediante este dispositivo colonizador del saber en la forma “normal” del ser humano y de la sociedad. Las otras formas de ser, las otras formas de organización de la sociedad, las otras formas del saber, son trasformadas no sólo en diferentes, sino en carentes, en arcaicas, primitivas, tradicionales, premodernas. Son ubicadas en unmomento anterior del desarrollo histórico de la humanidad59, lo cual dentro del imaginario del progreso enfatiza su inferioridad. Existiendo una forma “natural ” del ser de la sociedad y del ser humano, las otras expresiones culturales diferentes son vistas como esencial u ontológicamente inferiores e imposibilitadas por
ello de llegar a “superarse” y llegar a ser modernas (debido principalmente a la
inferioridad racial). Los más optimistas las ven como requiriendo la acción civilizadora
o modernizadora por parte de quienes son portadores de una cultura superior
para salir de su primitivismo o atraso. Aniquilación o civilización impues -
ta definen así los únicos destinos posibles para los otros60.
El conjunto de separaciones sobre el cual está sustentada la noción del carácter objetivo y universal del conocimiento científico, está articulado a las separaciones que establecen los saberes sociales entre la sociedad moderna y el resto de las culturas. Con las ciencias sociales se da el proceso de cientifización de la sociedad liberal, su objetivación y universalización, y por lo tanto, su n a t u r a l i z a c i ó n. El acceso a la ciencia, y la relación entre ciencia y verdad en todas las disciplinas, establece una diferencia radical entre las sociedades modernas occidentales y el resto del mundo. Se da, como señala Bruno Latour, una diferenciación básica entre una
sociedad que posee la verdad -el control de la naturaleza- y otras que no lo tienen.
En los ojos de los occidentales, el Occidente, y sólo el Occidente no es una cultura, no es sólo una cultura.
¿Por qué se ve el Occidente a sí mismo de esta manera? ¿Por qué debería ser Occidente y sólo Occidente no una cultura? Para comprender la Gran División entre nosotros y ellos, debemos regresar a la otra Gran División, aquélla que se da entre humanos y no-humanos... En efecto, la primera es la exportación de la segunda. Nosotros los occidentales no podemos ser una cultura más entre otras, ya que nosotros también movilizamos a la Naturaleza.
Nosotros no movilizamos una imagen, o una representación simbólica de la naturaleza como lo hacen otras sociedades, sino a la Naturaleza, tal como ésta es, o por lo menos tal como ésta es conocida por las ciencias -que permanecen en el fondo, no estudiadas, no estudiables, milagrosamente identificadas con la Naturaleza misma61.
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59. Ver: Johannes Fabián, op. cit.
60. Los problemas del eurocentrismo no residen sólo en las distorsiones en la comprensión de los otros. Está simétricamente
implicada igualmente la distorsión en la autocomprensión europea, al concebirse como centro, como sujeto
único de la historia de la modernidad. Ver más abajo la discusión de Fernando Coronil sobre este crucial asunto.
61. Bruno Latour, We Have Never Been Modern , Harvard University Press, Cambridge, 1993, p.97.
Así, la Gran División Interna da cuenta de la Gran División Externa: nosotros somos los únicos que diferenciamos absolutamente entre Naturaleza y Cultura, entre Ciencia y Sociedad, mientras que a nuestros ojos todos los demás, sean chinos, amerindios, azande o barouya, no pueden realmente separar lo que es conocimiento de lo que es sociedad, lo que es signo de lo que es cosa, lo que viene de la Naturaleza, de lo que su cultura requiere. Hagan lo que hagan, no importa si es adaptado, regulado o funcional, ellos siempre permanecen ciegos al interior de esta confusión. Ellos son prisioneros tanto de lo social como del lenguaje. Nosotros, hagamos lo que hagamos, no importa cuan criminal o imperialista podamos ser, escapamos a la prisión de lo social y del lenguaje para lograr acceso a las cosas mismas a través de un portón de salida providencial, el del conocimiento científico. La partición interna entre humanos y no humanos define una segunda partición -una externa esta vez- a través de la cual los modernos se han puesto a sí mismos en un plano diferente de los premodernos62.
Este cuerpo o conjunto de polaridades entre la sociedad moderna occidental y las otras culturas, pueblos y sociedades, polaridades, jerarquizaciones y exclusiones establece supuestos y miradas específicas en el conocimiento de los otros. En este sentido es posible afirmar que, en todo el mundo ex-colonial, las ciencias sociales han servido más para el establecimiento de contrastes con la experiencia histórico cultural universal (n o r m a l) de la experiencia europea, (herramientas en este sentido de identificación de carencias y deficiencias que t i e n e n que ser superadas), que para el conocimiento de esas sociedades a partir de sus especificidades histórico culturales. Existe una extraordinaria continuidad entre las diferentes formas en las cuales los saberes eurocéntricos han legitimado la misión civilizadora- /normalizadora a partir de las deficiencias -desviaciones respecto al patrón normal de lo civilizado- de otras sociedades. Los diferentes discursos históricos (evangelización, civilización, la c a rga del hombre blanco, modernización, desarrollo, globalización) tienen todos como sustento la concepción de que hay un patrón civilizatorio que es simultáneamente s u p e r i o r y n o r m a l. Afirmando el carácter universal
de los saberes científicos eurocéntricos se ha abordado el estudio de todas las demás culturas y pueblos a partir de la experiencia moderna occidental, contribuyendo de esta manera a ocultar, negar, subordinar o extirpar toda experiencia o expresión cultural que no ha correspondido con este deber ser que fundamenta a las ciencias sociales. Las sociedades occidentales modernas constituyen la imagen de futuro para el resto del mundo, el modo de vida al cual éste llegaría naturalmente si no fuese por los obstáculos representados por su composición racial inadecuada, su cultura arcaica o tradicional, sus prejuicios mágico religiosos6 3, o más re- 25
Ciencias sociales: saberes coloniales y eurocéntricos
62. Op. cit., pp. 99-100.
63. El estudio de estos obstáculos culturales, sociales e institucionales a la modernización constituyó el eje que orientó
la amplísima producción de la sociología y la antropología de la modernización en las décadas de los 50 y los 60.
Edgardo Lander
cientemente, por el populismo y unos Estados excesivamente intervencionistas,
que no respetan la libertad espontánea del mercado.
En América Latina, las ciencias sociales, en la medida en que han apelado a
esta objetividad universal, han contribuido a la búsqueda, asumida por las élites
latinoamericanas a lo largo de toda la historia de este continente, de la “superación” de los rasgos tradicionales y premodernos que han obstaculizado el progreso, y la transformación de estas sociedades a imagen y semejanza de las sociedades liberales-industriales64. Al naturalizar y universalizar las regiones ontológicas de la cosmovisión liberal que sirven de piso a sus acotamientos disciplinarios, las ciencias sociales han estado imposibilitadas de abordar procesos histórico-culturales diferentes a los postulados por dicha cosmovisión. A partir de caracterizar las expresiones culturales “tradicionales” o “no-modernas”, como en proceso de transición hacia la modernidad, se les niega toda la posibilidad de lógicas culturales o cosmovisiones propias. Al colocarlas como expresión del pasado se niega la posibilidad de su contemporaneidad. Está tan profundamente arraigada esta noción de lo moderno, el patrón cultural occidental y su secuencia histórica como lo normal o universal, que este imaginario ha logrado acotar una alta proporción de las luchas sociales y de los debates político-intelectuales del continente.
Estas nociones de la experiencia occidental como lo moderno en un sentido universal, y de la secuencia histórica europea como el patrón normal con el cual es necesario comparar otras experiencias, permanecen como presupuestos implícitos, aun en autores que expresamente se proponen la comprensión de la especificidad histórico-cultural de este continente. Podemos ver, por ejemplo, la forma como García Canclini aborda la caracterización de las culturas latinoamericanas como culturas híbridas65. A pesar de rechazar expresamente la lectura de la experiencia latinoamericana de la modernidad “como eco diferido y deficiente de los países centrales”66 caracteriza al modernismo en los siguientes términos: Si el modernismo no es la expresión de la modernización socioeconómica, sino el modo en que las élites se hacen cargo de la intersección de diferentes temporalidades históricas y tratan de elaborar con ellas un proyecto global, ¿cuáles son las temporalidades en América Latina y qué contradicciones genera su cruce?
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64. “El ambivalente discurso latinoamericano, en su rechazo a la dominación europea, pero en su internalización de su misión civilizadora, ha asumido la forma de un proceso de auto-colonización, que asume distintas formas en diferentes contextos y períodos históricos.” Fernando Coronil, The Magical State... op. cit., p. 73.
65. Néstor García Canclini, Culturas híbridas, Editorial Grijalbo y Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, México,
1989.
66. Perry Anderson, “Modernity and Revolution”, New Left Review, número 144, marzo-abril 1984, citado por Néstor
García Canclini, op. cit., p. 69.
La perspectiva Pluralista, que acepta la fragmentación y las combinaciones múltiples entre tradición, modernidad y posmodernidad, es indispensable para considerar la coyuntura latinoamericana de fin de siglo. Así se comprueba... cómo se desenvolvieron en nuestro continente los cuatro rasgos o movimientos definitorios de la modernidad: emancipación, expansión, renovación y democratización. Todos se han manifestado en América Latina. El problema no reside en que no nos hayamos modernizado, sino en la forma contradictoria y desigual en que estos componentes se han venido articulando67.
Parece aquí asumirse que hay un tiempo histórico “normal” y universal que es el europeo. La modernidad entendida como universal tiene como modelo “puro” a la experiencia europea. En contraste con este modelo o estándar de comparación, los procesos de la modernidad en América Latina se dan en forma “contradictoria” y “desigual”, como intersección de diferentes temporalidades históricas
(¿temporalidades europeas?).
Cinco siglos de prohibición del arcoiris en el cielo latinoamericano
Eduardo Galeano |
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El Descubrimiento: el 12 de octubre de 1492, América descubrió el capitalismo. Cristóbal Colón, financiado por los reyes de España y los banqueros de Génova, trajo la novedad a las islas del mar Caribe. En su diario del Descubrimiento, el almirante escribió 139 veces la palabra oro y 51 veces la palabra Dios o Nuestro Señor. Él no podía cansar los ojos de ver tanta lindeza en aquellas playas, y el 27 de noviembre profetizó: Tendrá toda la cristiandad negocio en ellas. Y en eso no se equivocó. Colón creyó que Haití era Japón y que Cuba era China, y creyó que los habitantes de China y Japón eran indios de la India; pero en eso no se equivocó.
Al cabo de cinco siglos de negocio de toda la cristiandad, ha sido aniquilada una tercera parte de las selvas americanas, está yerma mucha tierra que fue fértil y más de la mitad de la población come salteado. Los indios, víctimas del más gigantesco despojo de la historia universal, siguen sufriendo la usurpación de los últimos restos de sus tierras, y siguen condenados a la negación de su identidad diferente. Se les sigue prohibiendo vivir a su modo y manera, se les sigue negando el derecho de ser. Al principio, el saqueo y el otrocidio fueron ejecutados en nombre del Dios de los cielos. Ahora se cumplen en nombre del dios del Progreso.
Sin embargo, en esa identidad prohibida y despreciada fulguran todavía algunas claves de otra América posible. América, ciega de racismo, no las ve.
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El 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón escribió en su diario que él quería llevarse algunos indios a España para que aprendan a hablar ("que deprendan fablar"). Cinco siglos después, el 12 de octubre de 1989, en una corte de justicia de los Estados Unidos, un indio mixteco fue considerado retardado mental ("mentally retarded") porque no hablaba correctamente la lengua castellana. Ladislao Pastrana, mexicano de Oaxaca, bracero ilegal en los campos de California, iba a ser encerrado de por vida en un asilo público. Pastrana no se entendía con la intérprete española y el psicólogo diagnosticó un claro déficit intelectual. Finalmente, los antropólogos aclararon la situación: Pastrana se expresaba perfectamente en su lengua, la lengua mixteca, que hablan los indios herederos de una alta cultura que tiene más de dos mil años de antigüedad.
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El Paraguay habla guaraní. Un caso único en la historia universal: la lengua de los indios, lengua de los vencidos, es el idioma nacional unánime. Y sin embargo, la mayoría de los paraguayos opina, según las encuestas, que quienes no entienden español son como animales.
De cada dos peruanos, uno es indio, y la Constitución de Perú dice que el quechua es un idioma tan oficial como el español. La Constitución lo dice, pero la realidad no lo oye. El Perú trata a los indios como África del Sur trata a los negros. El español es el único idioma que se enseña en las escuelas y el único que entienden los jueces y los policías y los funcionarios. (El español no es el único idioma de la televisión, porque la televisión también habla inglés.) Hace cinco años, los funcionarios del Registro Civil de las Personas, en la ciudad de Buenos Aires, se negaron a inscribir ek nacimiento de un niño. Los padres, indígenas de la provincia de Jujuy, querían que su hijo se llamara Qori Wamancha, un nombre de su lengua. El Registro argentino no lo aceptó por ser nombre extranjero.
Los indios de las Américas viven exiliados en su propia tierra. El lenguaje no es una señal de identidad, sino una marca de maldición. No los distingue: los delata. Cuando un indio renuncia a su lengua, empieza a civilizarse. ¿Empieza a civilizarse o empieza a suicidarse?
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Cuando yo era niño, en las escuelas del Uruguay nos enseñaban que el país se había salvado del problema indígena gracias a los generales que en el siglo pasado exterminaron a los últimos charrúas.
El problema indígena: los primeros americanos, los verdaderos descubridores de América, son un problema. Y para que el problema deje de ser un problema, es preciso que los indios dejen de ser indios. Borrarlos del mapa o borrarles el alma, aniquilarlos o asimilarlos: el genocidio o el otrocidio.
En diciembre de 1976, el ministro del Interior del Brasil anunció, triunfal, que el problema indígena quedará completamente resuelto al final del siglo veinte: todos los indios estarán, para entonces, debidamente integrados a la sociedad brasileña, y ya no serán indios. El ministro explicó que el organismo oficialmente destinado a su protección (FUNAI, Fundacao Nacional do Indio) se encargará de civilizarlos, o sea: se encargará de desaparecerlos. Las balas, la dinamita, las ofrendas de comida envenenada, la contaminación de los ríos, la devastación de los bosques y la difusión de virus y bacterias desconocidos por los indios, han acompañado la invasión de la Amazonia por las empresas ansiosas de minerales y madera y todo lo demás. Pero la larga y feroz embestida no ha bastado. La domesticación de los indios sobrevivientes, que los rescata de la barbarie, es también un arma imprescindible para despejar de obstáculos el camino de la conquista.
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Matar al indio y salvar al hombre, aconsejaba el piadoso coronel norteamericano Henry Pratt. Y muchos años después, el novelista peruano Mario Vargas Llosa explica que no hay más remedio que modernizar a los indios, aunque haya que sacrificar sus culturas, para salvarlos del hambre y la miseria.
La salvación condena a los indios a trabajar de sol a sol en minas y plantaciones, a cambio de jornales que no alcanzan para comprar una lata de comida para perros. Salvar a los indios también consiste en romper sus refugiso comunitarios y arrojarlos a las canteras de mano de obra barata en la violenta intemperie de las ciudades, donde cambian de lengua y de nombre y de vestido y terminan siendo mendigos y borrachos y putas de burdel. O salvar a los indios consiste en ponerles uniforme y mandarlos, fusil al hombro, a matar a otros indios o a morir defendiendo al sistema que los niega. Al fin y al cabo, los indios son buena carne de cañón: de los 25 mil indios norteamericanos enviados a la segunda guerra mundial, murieron 10 mil.
El 16 de diciembre de 1492, Colón lo había anunciado en su diario: los indios sirven para les mandar y les hacer trabajar, sembrar y hacer todo lo que fuere menester y que hagan villas y se enseñen a andar vestidos y a nuestras costumbres. Secuestro de los brazos, robo del alma: para nombrar esta operación, en toda América se usa, desde los tiempos coloniales, el verbo reducir. El indio salvado es el indio reducido. Se reduce hasta desaparecer: vaciado de sí, es un no-indio, y es nadie.
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El shamán de los indios chamacocos, de Paraguay, canta a las estrellas, a las arañas y a la loca Totila, que deambula por los bosques y llora. Y canta lo que le cuenta el martín pescador:
-No sufras hambre, no sufras sed. Súbete a mis alas y comeremos peces del río y beberemos el viento.
Y canta lo que le cuenta la neblina:
-Vengo a cortar la helada, para que tu pueblo no sufra frío.
Y canta lo que le cuentan los caballos del cielo:
-Ensíllanos y vamos en busca de la lluvia.
Pero los misioneros de una secta evangélica han obligado al chamán a dejar sus plumas y sus sonajas y sus cánticos, por ser cosas del Diablo; y él ya no puede curar las mordeduras de víboras, ni traer la lluvia en tiempos de sequía, ni volar sobre la tierra para cantar lo que ve. En una entrevista con Ticio Escobar, el shamán dice: Dejo de cantar y me enfermo. Mis sueños no saben adónde ir y me atormentan. Estoy viejo, estoy lastimado. Al final, ¿de qué me sirve renegar de lo mío?
El shamán lo dice en 1986. En 1614, el arzobispo de Lima había mandado quemar todas las quenas y demas instrumentos de música de los indios, y había prohibido todas sus danzas y cantos y ceremonias para que el demonio no pueda continuar ejerciendo sus engaños. Y en 1625, el oidor de la Real Audiencia de Guatemala había prohibido las danzas y cantos y ceremonias de los indios, bajo pena de cien azotes, porque en ellas tienen pacto con los demonios.
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Para despojar a los indios de su libertad y de sus bienes, se despoja a los indios de sus símbolos de identidad. Se les prohíbe cantar y danzar y soñar a sus dioses, aunque ellos habían sido por sus dioses cantados y danzados y soñados en el lejano día de la Creación. Desde los frailes y funcionarios del reino colonial, hasta los misioneros de las sectas norteamericanas que hoy proliferan en América Latina, se crucifica a los indios en nombre de Cristo: para salvarlos del infierno, hay que evangelizar a los paganos idólatras. Se usa al Dios de los cristianos como coartada para el saqueo.
El arzobispo Desmond Tutu se refiere al África, pero también vale para América:
-Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: "Cierren los ojos y recen". Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia.
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Los doctores del Estado moderno, en cambio, prefieren la coartada de la ilustración: para salvarlos de las tinieblas, hay que civilizar a los bárbaros ignorantes. Antes y ahora, el racismo convierte al despojo colonial en un acto de justicia. El colonizado es un sub-hombre, capaz de superstición pero incapaz de religión, capaz de folclore pero incapaz de cultura: el sub-hombre merece trato subhumano, y su escaso valor corresponde al bajo precio de los frutos de su trabajo. El racismo legitima la rapiña colonial y neocolonial, todo a lo largo de los siglos y de los diversos niveles de sus humillaciones sucesivas.
América Latina trata a sus indios como las grandes potencias tratan a América Latina.
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Gabriel René-Moreno fue el más prestigioso historiador boliviano del siglo pasado. Una de las universidades de Bolivia lleva su nombre en nuestros días. Este prócer de la cultura nacional creía que los indios son asnos, que generan mulos cuando se cruzan con la raza blanca. Él había pesado el cerebro indígena y el cerebro mestizo, que según su balanza pesaban entre cinco, siete y diez onzas menos que el cerebro de raza blanca, y por tanto los consideraba celularmente incapaces de concebir la libertad republicana.
El peruano Ricardo Palma, contemporáneo y colega de Gabriel René-Moreno, escribió que los indios son una raza abyecta y degenerada. Y el argentino Domingo Faustino Sarmiento elogiaba así la larga lucha de kis indios araucanos por su libertad: Son más indómitos, lo que quiere decir: animales más reacios, menos aptos para la Civilización y la asimilación europea.
El más feroz racismo de la historia latinoamericana se encuentra en las palabras de los intelectuales más célebres y celebrados de fines del siglo diecinueve y en los actos de los políticos liberales que fundaron el Estado moderno. A veces, ellos eran indios de origen, como Porfirio Díaz, autor de la modernización capitalista de México, que prohibió a los indios caminar por las calles principales y sentarse en las plazas públicas si no cambiaban los calzones de algodón por el pantalón europeo y los huaraches por zapatos.
Eran los tiempos de la articulación al mercado mundial regido por el Imperio Británico, y el desprecio científico por los indios otorgaba impunidad al robo de sus tierras y de sus brazos.
El mercado exigía café, pongamos el caso, y el café exigía más tierras y más brazos. Entonces, pongamos por caso, el presidente liberal de Guatemala, Justo Rufino Barrios, hombre de progreso, restablecía el trabajo forzado de la época colonial y regalaba a sus amigos tierras de indios y peones indios en cantidad.
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El racismo se expresa con más ciega ferocidad en países como Guatemala, donde los indios siguen siendo porfiada mayoría a pesar de las frecuentes oleadas exterminadoras.
En nuestros días, no hay mano de obra peor pagada: los indios mayas reciben 65 centavos de dólar por cortar un quintal de café o de algodón o una tonelada de caña. Los indios no pueden ni plantar maíz sin permiso militar y no pueden moverse sin permiso de trabajo. El ejército organiza el reclutamiento masivo de brazos para las siembras y cosechas de exportación. En las plantaciones, se usan pesticidas cincuenta veces más tóxicos que el máximo tolerable; la leche de las madres es la más contaminada del mundo occidental. Rigoberta Menchú: su hermano menor, Felipe, y su mejor amiga, María, murieron en la infancia, por causa de los pesticidas rociados desde las avionetas. Felipe murió trabajando en el café. María, en el algodón. A machete y bala, el ejército acabó después con todo el resto de la familia de Rigoberta y con todos los demás miembros de su comunidad. Ella sobrevivió para contarlo.
Con alegre impunidad, se reconoce oficialmente que han sido borradas del mapa 440 aldeas indígenas entre 1981 y 1983, a lo largo de una campaña de aniquilación más extensa, que asesinó o desapareció a muchos miles de hombres y de mujeres. La limpieza de la sierra, plan de tierra arrasada, cobró también las vidas de una incontable cantidad de niños. Los militares guatemaltecos tienen la certeza de que el vivio de la rebelión se transmite por los genes.
Una raza inferior, condenada al vicio y a la holgazanería, incapaz de orden y progreso, ¿merece mejor suerte? La violencia institucional, el terrorismo de Estado, se ocupa de despejar las dudas. Los conquistadores ya no usan caparazones de hierro, sino que visten uniformes de la guerra de Vietnam. Y no tienen piel blanca: son mestizos avergonzados de su sangre o indios enrolados a la fuerza y obligados a cometer crímenes que los suicidan. Guatemala desprecia a los indios, Guatemala se autodesprecia.
Esta raza inferior había descubierto la cifra cero, mil años antes de que los matemáticos europeos supieran que existía. Y habían conocido la edad del universo, con asombrosa precisión, mil años antes que los astrónomos de nuestro tiempo.
Los mayas siguen siendo viajeros del tiempo: ¿Qué es un hombre en el camino? Tiempo.
Ellos ignoraban que el tiempo es dinero, como nos reveló Henry Ford. El tiempo, fundador del espacio, les parece sagrado, como sagrados son su hija, la tierra, y su hijo, el ser humano: como la tierra, como la gente, el tiempo no se puede comprar ni vender. La Civilización sigue haciendo lo posible por sacarlos del error.
fuente: Eduardo Galeano, Ser como ellos y otros artículos, Siglo Veintiuno Editores, México, 1992.
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